Relatos de la infancia ciclista en los años ochenta a través un vecino de valle del henares, tiempos a golpe de pedal empapados de nostalgia sobre los lomos de las cletas bicicross. Un sentimiento sobre ruedas, que como recuerda el estudioso Daniel Boyano: "la bicicleta te da la libertad de movimiento para sentirte adulto y cuando eres adulto te recuerda a tu niñez, en una sociedad envejecida".
Publicado en: Taller Social de Alcalá
El otro día estábamos en el taller contando chascarrillos mientras arreglábamos bicis. Yo conté una historia sobre una anciana de mi pueblo. Un tallerista me propuso que lo escribiera para el proyecto del blog, y aquí estoy. La verdad es que no hay mucho que hablar de la señá Justa, como nosotros la llamábamos, pero sí de las cosas que hacían que ella fuera importante para nosotros. Disculpad que quiera conservar mi anonimato, pero de esta forma no sabréis de quien son estas capacidades literarias tan limitadas, y de paso, si “nadie” ha escrito esta historia, la podréis hacer un poco vuestra. Para eso la comparto.
Lo que os quiero contar ocurre en tiempos en los que lo único que pensábamos era en divertirnos para que los días pasaran rápido y hacernos mayores, en nada más, ni siquiera en chicas, o puede que sí, pero no de la manera obsesiva en la que lo haríamos unos pocos años más tarde. Estoy hablando de la primera mitad de los ochenta. La economía del país crecía, y con ella la de las familias. Teníamos acceso a muchas más cosas, y nuestros padres, que sí habían sufrido carencias, querían darnos todo lo que a ellos les había faltado: una buena educación, buenos alimentos, clases particulares de inglés, que los Reyes Magos nunca vinieran con el saco vacío, y, si aprobábamos todo a final de curso, la deseada bicicleta.
Como en mi pueblo éramos todos muy estudiosos, las calles empezaron a poblarse poco a poco de increíbles y modernas Orbeas Furia y Galaxy, GAC´s Akimotos y motoretas, BH´s Bicicross y California en todas sus versiones X, la exclusiva Panther, que, con su palanca de cambios de tres velocidades y su suspensión trasera, hacía que su propietario fuera uno de los personajes mas odiados y envidiados de nuestra infancia, y unas cuantas bicicletas más que ahora no recuerdo. Y estas bicicletas destronaron a las que habían sido las reinas de los setenta, las plegables de paseo, heredadas de nuestros hermanos y primos mayores. No íbamos a hacer nada con las bicis nuevas que no hubiéramos hecho ya con las viejas, pero no había color… esas ruedas gordas de tacos, esos cuadros multicolores, esos chorizos de espuma y skay, supuestas protecciones para nuestros dientes y partes nobles…eran bicis que parecían traídas de otro mundo, y con ellas ampliábamos el nuestro. Nos aventurábamos más allá de donde nos dictaba nuestra prudencia, y, teniendo en cuenta que la prudencia escaseaba en nuestras cabezas, ese más allá estaba muy lejos, y bastante más lejos de lo que les hubiera gustado a nuestros padres. Así que cada tarde, después del colegio empezaba la aventura, la cual tenía tres variantes básicas:
-Rutas de exploración y descubrimientos. Consistía en salir de nuestro pueblo por cualquier camino y pedalear por él sin abandonarlo para averiguar hasta dónde llegaba, en unas ocasiones terminaba en algún casco urbano que desconocíamos, en otras no tenia final, en alguna llegaba hasta la puerta de una propiedad privada, y en el peor de los casos, la puerta estaba abierta y acompañada por un perro rabioso suelto y enemigo de críos en bici.
-Horiorihuela: Nunca se supo quien invento ese juego, ni si horiorihuela existe como palabra. Consistía en un juego de persecución urbana, mitad el “típico” escondite mitad el típico “tu la llevas”. Uno la ligaba y contaba mientras el resto se alejaba de ese lugar a toda pastilla, pudiendo mantenerse en movimiento o esconderse en algún lugar. La función del que ligaba era salir a buscar, si divisaba a alguno de los jugadores tenía que darle caza y, al hacer contacto (daba igual como), gritar “HORIORIHUELA!!!”. Desde ese momento, cazador y cazado intercambiaban los papeles y, si nadie lo había visto, sólo lo sabían ellos dos. Así que no te podías fiar de nadie. Se hacía tan largo el juego, y era tal la desorganización que más de una vez alguno no volvió a ver a sus compañeros de juego hasta el día siguiente ya en el colegio.
-Campeonatos de bicicrós y osadías varias: organizábamos mangas eternas de carreras en nuestro propio circuito de BMX (hasta que vimos los bicivoladores decíamos bicicrós). Lo construimos nosotros mismos, lo destruyó una máquina excavadora con el boom inmobiliario que en mi pueblo llego bastante antes que al resto de España. Tenía rampa de salida, peraltes, saltos… era, para nosotros, la infraestructura más importante del pueblo. Desde la rampa de salida se accedía de frente al circuito, pero diagonalmente, hacia la derecha, arrancaba un camino largo, recto y con ligera inclinación que nos permitía coger la velocidad suficiente para, literalmente, volar al llegar a un montículo al final del camino. Aquí frecuentemente hacíamos hogueras para saltar por encima o simplemente saltábamos y cuantificábamos en pasos la longitud del salto.
Normalmente el que ganaba el concurso de salto de longitud no tenía ganas de celebraciones porque, además de este premio, se llevaba el de “salto más desastroso” y el de “lesiones más graves”. Y como colofón a este parque temático de ciclismo acrobático y animaladas varias, teníamos la famosa Cuesta de la Muerte, un rápido descenso por una empinada pendiente con transición a empinada subida tan rápida que era físicamente imposible mantenerse de pie sobre la bici. El peso de nuestros cuerpos aumentaba súbitamente, nos aplastaba contra el sillín y los mocos se descolgaban de nuestra nariz hasta rozar con las rodillas llenas de costras. Estas últimas, las costras, también servían de entretenimiento, nos sentábamos en algún punto del circuito a relajarnos mientras contábamos el número de ellas que teníamos en ese momento sobre nuestro cuerpo. Por supuesto, era un honor tener más que el resto, pero lo que de verdad contaba era el número de cicatrices. Otras veces estos ratos de relax se convertían en animadas tertulias sobre los más variopintos temas, siempre había algún erudito en alguna materia dispuesto a compartir todo su conocimiento con el resto.
Con el uso intensivo de nuestras monturas, no era rara la tarde que alguno de nosotros no sufríamos algún percance mecánico. Algunos, como un cable de freno roto, no requerían una acción inmediata, esto se solventaba frenando con los pies, sobre la rueda o en el suelo, eso sí, asumiendo que, cuando llegaras a casa, ibas a ver a tu madre fuera de sí al comprobar cómo habías destrozado en una tarde las Victoria que te había comprado en el mercadillo esa misma mañana. Otras averías ya requerían atención, un pinchazo o una cadena rota no eran para nada insalvables, pero ya perdías un precioso tiempo. Pero lo peor que podía pasar era romper un pedal o el eje pedalier, agujerear una cubierta haciendo derrapes… Entonces sí que podías llorar. En mi pueblo no había tienda de bicis, la más cercana estaba a 16 km, en Madrid. En aquellos tiempos solo había un autobús, un viejo Setra-Seida que iba a Madrid por la mañana y volvía por la noche, así que impensable para nosotros. Nuestros padres no siempre estaban dispuestos, o simplemente no podían, a llevarnos a comprar un pedal. Podías dar por perdida una tarde de aventura, y con poca mala suerte podían ser dos o tres. Menos mal que una señora, la Señá Justa, había visto algo bueno en esa afición nuestra de correr como locos con nuestras bicis por las calles del pueblo (el resto de ancianas nos odiaban) y se le ocurrió surtirse de piezas de repuesto para nuestras bicis. Señá Justa tenía siempre en su casa cables, zapatas y manetas de freno, parches, cámaras y cubiertas, pedales, puños colores para el manillar… en fin, cualquier cosa que se nos ocurriera. Eso sí, los precios no eran nada populares, más o menos el doble que en la tienda, porque la disponibilidad inmediata y al lado de casa se paga en un pueblo mal comunicado. Pero gracias a ella, esas averías insalvables se convertían solamente en un agujero en nuestra paga semanal. Y nos daba igual, hubiéramos entregado todas nuestras pagas a esta mujer con tal de que siempre estuviera allí. Solamente queríamos seguir pedaleando.
Se lo agradecíamos entonces y se lo agradezco ahora.
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